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Año Nuevo, palabra de honor y fe cristiana

Es ya una tradición hacer resoluciones y compromisos para el nuevo año. Es también una costumbre no cumplirlos. De hecho, nadie seriamente espera que uno cumpla sus resoluciones de año nuevo. Sobre todo, cuando esas promesas pertenecen al mundo del “sí, claro”, como son las promesas de hacer dieta, cortar regularmente la grama o levantarse más temprano. Realmente, nadie toma esas resoluciones como verdaderas obligaciones. A lo más, se entienden como buenos deseos, esperanzas o metas. No cumplir no es mentir ni engañar, y cumplir es tener éxito.


Ahora bien, por alguna razón inexplicable muchas personas que pertenecen a nuestras iglesias y comunidades de fe creen sinceramente que los compromisos con la iglesia son como los compromisos de año nuevo.


Estas situaciones son típicas.

La persona que debía dar un estudio bíblico, una catequesis o clase de escuela dominical no asiste a su clase; minutos antes llama-si llama- para informar que tiene “un compromiso”, palabra en código para decir que se va de compras, a comer o al cine, o todas las anteriores.


El que se comprometió a limpiar las instalaciones no asiste y días después se presenta con cara de yo no fui, como canta Rubén Blades.


Quien fue elegido o elegida para un comité o junta de trabajo no trabaja o hace sus funciones “cuando puede” y “si no puede” no siente que debe dar explicaciones ni excusarse porque ese es un “trabajo voluntario”. Significativamente, para muchos “voluntario” significa “sin responsabilidad ni garantía”.


Se pueden decir muchas cosas de esta actitud, pero deseo resaltar uno de sus aspectos: la creencia en que empeñar la palabra no tiene mucho valor. Decir “iré” ahora realmente significa “iré si puedo y tengo ganas en el momento”. El concepto de palabra de honor, donde la persona al comprometerse empeñaba su fe, según dice el Diccionario de la RAE, se encuentra en peligro de extinción en la iglesia.


Esta situación me recuerda un dato interesante en la historia del cristianismo. Allá para el año 110 después de Cristo, probablemente unos veinte años después de que Juan escribiera el libro de Apocalipsis, Plinio el Joven (61-c.113) fue nombrado gobernador (legatus Augusti) de Bitinia y el Ponto, en la región norte de la moderna Turquía. Ya para ese tiempo la persecución de cristianos era algo aceptado aunque sin una razón legal definida. Por ello, Plinio se encontró tomando decisiones con relación a los cristianos arrestados por las autoridades y respecto a aquellos acusados anónimamente de ser cristianos pero con los que todavía no se había intervenido. En los procedimientos Plinio en persona interrogó a los cristianos tratando de entender sus creencias y sus prácticas. Una vez informado el gobernador le escribió una carta que todavía se conserva al emperador Trajano (98-117). Esta carta es un testimonio de cómo un jerarca romano veía a los cristianos a principios del siglo II.


Pero en lo que a nuestro tema concierne lo más importante es que en esa carta Plinio nos dice que los cristianos regularmente se congregaban y se comprometían a “no cometer hurtos, fechorías o adulterios, a no faltar a nada prometido (“ne fidem fallerant”)…”. Plinio el Joven. Epístola X: 96:8. La frase en latín “ne fidem fallerant” se traduce también como “no renegar lo dicho”, “nunca falsificar la palabra” y “no defraudar en lo prometido”. Básicamente es no faltar a la palabra.


Los cristianos en la iglesia perseguida del siglo II veían como parte de su testimonio de seguir a Cristo el ser personas en cuya palabra se podía confiar. Eran personas de sí o no, nada más. Mateo 5:37. Si hubiera sido de otra forma, ¿hubiera el evangelio cubierto la tierra?


FG

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